jueves, 3 de julio de 2025

La santidad en Luisa de Borja, famas de santidad y santidades reconocidas

 

Turno de tarde en la jornada central de la formación dedicada a los caminos de la santidad femenina en la Edad Moderna. La sesión ha comenzado con ‘La construcción de la imagen de santidad. La hermana de Francisco de Borja, Luisa de Borja, condesa de Ribagorza y duquesa de Villahermosa’, ponencia impartida por Verónica Zaragoza Gómez –profesora Permanente Laboral. Universidad de Valencia–.

Zaragoza Gómez ha destacado que las hagiografías se extienden cuando “la santidad se convierte en uno de los pilares de la Contrarreforma”.

Luisa de Borja (Gandía, 1520-Zaragoza, 1560) fue una aristócrata, conocida como la Santa Duquesa, que no ostentó la condición de religiosa, ni llegó a conseguir la aureola de santa, más allá de su linaje en el que aparecen nombres como el de San Francisco de Borja. Pero los relatos hagiográficos tras su muerte promovieron la dimensión de su santidad. Luisa de Borja vivió “a caballo de diferentes cortes ducales” y destacó por su nivel de erudición.

Nació hacia 1520 en el Palacio ducal de Gandía (dominio de los Borja), hija de Juan de Borja y Enríquez, III duque de Gandía, y Juana de Aragón y de Gurrea, hija del arzobispo de Aragón y de Valencia, Alonso de Aragón.

Luisa de Borja pasó su niñez (1523-1541) en la espléndida corte ducal de Medina Sidonia con su poderosa tía Ana de Aragón, espacio de educación esmerada y aprendizaje de parámetros y valores de vida nobiliaria.

En 1541 se produce el enlace con Martín de Gurrea y Aragón, de esta forma agrega los títulos de condesa de Ribagorza y duquesa de Villahermosa. Entre 1541 y 1560 pasa su vida familiar en el palacio ducal de Pedrola (Aragón).

Martín de Gurrea y Aragón llevó a cabo funciones diplomáticas y militares al servicio del emperador y de Felipe II. En este periodo Luisa de Borja “asume la jefatura del hogar” en ausencia de su marido, velando, además, el cuidado y educación de sus hijos –una descendencia que corrió distinta suerte–. Fue administradora del patrimonio y tuvo inquietudes culturales y artísticas propias. Mantuvo una relación epistolar con Antonio Perrenot, cardenal de Granvela. Tuvo reputación de docta en letras y autora literaria. También destacó su beneficencia, mecenazgo cultural y patronazgo religioso.

En 1560, muere en Zaragoza.

La imagen estereotipada que hemos heredado de Luisa de Borja “parte de sus dos hagiografías”. Aunque, también, aparecen relatos hagiográficos sobre su figura en otras compilaciones literarias. En estos textos se encuentran incongruencias con respecto a los hechos cronológicos de su vida. La campaña de su santidad no surge sólo de la Compañía de Jesús, de la que fue benefactora, también parte del propio ducado de Villahermosa. La defensa de la santidad se convierte en una forma de prestigio familiar, pero esta vertiente ha opacado, de alguna forma, la amplia dimensión y diversas capas de la figura de Luisa de Borja.

El turno vespertino ha continuado con ‘De la fama de santidad a la santidad reconocida. El papel de las biografías de monjas carmelitas en el camino a los altares (s. XVII)’, a través de la voz de Henar Pizarro Llorente –profesora Propia Agregada. Universidad Pontificia de Comillas–.

Popularmente, la santidad difiere en muchas ocasiones del concepto jurídico-teológico que conlleva la santidad reconocida por la Iglesia.

“La santidad es un concepto cambiante con los tiempos”, ha destacado Pizarro Llorente. En las hagiografías era común encontrar expresiones como “murió en olor de santidad”. Esta fama de santidad comienza en vida de las propias religiosas y se prolonga a lo largo de su biografía para consolidarse con su muerte, aunque debe extenderse tras ella.

La Iglesia en primer término concede el título de “venerable” y después tiene lugar el camino –exitoso o no hacia la canonización. Las hagiografías “no estaban pensadas para la difusión de la devoción”, ese lugar lo ocupaba la iconografía –es el caso de las estampas de santos–. A partir del papa Sixto V se reformuló la Iglesia católica para poner en práctica los postulados del Concilio de Trento y se empezó a centralizar la concepción de la santidad.

Dentro de las “virtudes heroicas” destacaban “la obediencia, la castidad y la pobreza”. Los cultos no autorizados por la Iglesia eran intervenidos por la Inquisición. Algunas formas de santidad “eran del agrado de Roma y otras no”.

Durante el pontificado de Urbano VIII “se empiezan a parametrizar los procesos de canonización”. En 1625, el papa prohíbe la adoración de los santos que no hubieran sido canonizados por la Iglesia y se establece un mecanismo centralizado para culminar los caminos hacia la santidad.

En la generación de los modelos de santidad para las mujeres, la influencia de Santa Teresa de Jesús “marca una época”. Por otro lado, “la misoginia presente en la Iglesia resta crédito a las acciones de las mujeres”. Las órdenes utilizaban estos modelos de virtud para obtener un rédito económico.

A pesar de la existencia de conventos de clausura, muchas de las monjas “recibían visitas y obtenían información llegada desde el exterior”. La Iglesia ponía el foco en que “no se escribieran las revelaciones, ni los milagros”, algo que podía influir de lleno en la vida política. Estas religiosas no escribían directamente y sus testimonios estaban sometidos a interpretaciones ajenas.

La mayoría de las biografías se quedaban en el camino de la culminación de los procesos de santidad.

La profesora Henar Pizarro Llorente ha puesto el foco en dos casos particulares, por un lado, Sor Serafina Andrea Bonastre –con una personalidad muy destacada, fundadora del convento de la Encarnación en Zaragoza, cuya biografía fue recogida por Raimundo Lumbier y que no llegó a ser santa, y Santa María Magdalena de Pazzi, que fue canonizada.

La tarde ha concluido con una mesa de debate integrada por todas las intervinientes de la jornada.








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