Turno de tarde en la jornada central
de la formación dedicada a los caminos de la santidad femenina en la Edad
Moderna. La sesión ha comenzado con ‘La construcción de la imagen de
santidad. La hermana de Francisco de Borja, Luisa de Borja, condesa de
Ribagorza y duquesa de Villahermosa’, ponencia impartida por Verónica
Zaragoza Gómez –profesora Permanente Laboral. Universidad de Valencia–.
Zaragoza Gómez ha destacado que las
hagiografías se extienden cuando “la santidad se convierte en uno de los
pilares de la Contrarreforma”.
Luisa de Borja (Gandía, 1520-Zaragoza,
1560) fue una aristócrata, conocida como la Santa Duquesa, que no ostentó la
condición de religiosa, ni llegó a conseguir la aureola de santa, más allá de
su linaje en el que aparecen nombres como el de San Francisco de Borja. Pero los
relatos hagiográficos tras su muerte promovieron la dimensión de su santidad.
Luisa de Borja vivió “a caballo de diferentes cortes ducales” y destacó por su
nivel de erudición.
Nació hacia 1520 en el Palacio ducal
de Gandía (dominio de los Borja), hija de Juan de Borja y Enríquez, III duque
de Gandía, y Juana de Aragón y de Gurrea, hija del arzobispo de Aragón y de
Valencia, Alonso de Aragón.
Luisa de Borja pasó su niñez
(1523-1541) en la espléndida corte ducal de Medina Sidonia con su poderosa tía
Ana de Aragón, espacio de educación esmerada y aprendizaje de parámetros y
valores de vida nobiliaria.
En 1541 se produce el enlace con
Martín de Gurrea y Aragón, de esta forma agrega los títulos de condesa de
Ribagorza y duquesa de Villahermosa. Entre 1541 y 1560 pasa su vida familiar en
el palacio ducal de Pedrola (Aragón).
Martín de Gurrea y Aragón llevó a cabo
funciones diplomáticas y militares al servicio del emperador y de Felipe II. En
este periodo Luisa de Borja “asume la jefatura del hogar” en ausencia de su
marido, velando, además, el cuidado y educación de sus hijos –una descendencia
que corrió distinta suerte–. Fue administradora del patrimonio y tuvo
inquietudes culturales y artísticas propias. Mantuvo una relación epistolar con
Antonio Perrenot, cardenal de Granvela. Tuvo reputación de docta en letras y
autora literaria. También destacó su beneficencia, mecenazgo cultural y
patronazgo religioso.
En 1560, muere en Zaragoza.
La imagen estereotipada que hemos heredado de Luisa de Borja “parte de sus dos hagiografías”. Aunque, también, aparecen relatos hagiográficos sobre su figura en otras compilaciones literarias. En estos textos se encuentran incongruencias con respecto a los hechos cronológicos de su vida. La campaña de su santidad no surge sólo de la Compañía de Jesús, de la que fue benefactora, también parte del propio ducado de Villahermosa. La defensa de la santidad se convierte en una forma de prestigio familiar, pero esta vertiente ha opacado, de alguna forma, la amplia dimensión y diversas capas de la figura de Luisa de Borja.
El turno vespertino ha continuado con ‘De la fama de santidad a la santidad reconocida. El papel de las biografías de monjas carmelitas en el camino a los altares (s. XVII)’, a través de la voz de Henar Pizarro Llorente –profesora Propia Agregada. Universidad Pontificia de Comillas–.
Popularmente, la santidad difiere en
muchas ocasiones del concepto jurídico-teológico que conlleva la santidad
reconocida por la Iglesia.
“La santidad es un concepto cambiante
con los tiempos”, ha destacado Pizarro Llorente. En las hagiografías era común
encontrar expresiones como “murió en olor de santidad”. Esta fama de santidad
comienza en vida de las propias religiosas y se prolonga a lo largo de su biografía
para consolidarse con su muerte, aunque debe extenderse tras ella.
La Iglesia en primer término concede el título de “venerable” y después tiene lugar el camino –exitoso o no– hacia la canonización. Las hagiografías “no estaban pensadas para la difusión de la devoción”, ese lugar lo ocupaba la iconografía –es el caso de las estampas de santos–. A partir del papa Sixto V se reformuló la Iglesia católica para poner en práctica los postulados del Concilio de Trento y se empezó a centralizar la concepción de la santidad.
Dentro de las “virtudes heroicas”
destacaban “la obediencia, la castidad y la pobreza”. Los cultos no autorizados
por la Iglesia eran intervenidos por la Inquisición. Algunas formas de santidad
“eran del agrado de Roma y otras no”.
Durante el pontificado de Urbano VIII “se
empiezan a parametrizar los procesos de canonización”. En 1625, el papa prohíbe
la adoración de los santos que no hubieran sido canonizados por la Iglesia y se
establece un mecanismo centralizado para culminar los caminos hacia la
santidad.
En la generación de los modelos de santidad para las mujeres, la influencia de Santa Teresa de Jesús “marca una época”. Por otro lado, “la misoginia presente en la Iglesia resta crédito a las acciones de las mujeres”. Las órdenes utilizaban estos modelos de virtud para obtener un rédito económico.
A pesar de la existencia de conventos
de clausura, muchas de las monjas “recibían visitas y obtenían información llegada desde el exterior”. La Iglesia ponía el foco en que “no se
escribieran las revelaciones, ni los milagros”, algo que podía influir de lleno
en la vida política. Estas religiosas no escribían directamente y sus testimonios
estaban sometidos a interpretaciones ajenas.
La mayoría de las biografías se quedaban
en el camino de la culminación de los procesos de santidad.
La profesora Henar Pizarro Llorente ha puesto el foco en dos casos particulares, por un lado, Sor Serafina Andrea Bonastre –con una personalidad muy destacada–, fundadora del convento de la Encarnación en Zaragoza, cuya biografía fue recogida por Raimundo Lumbier y que no llegó a ser santa, y Santa María Magdalena de Pazzi, que fue canonizada.
La tarde ha concluido con una mesa de debate integrada por todas las intervinientes de la jornada.
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