miércoles, 3 de julio de 2024

Estados civiles: adulterio y tratados de moralidad como mecanismos de control sobre la mujer en la Edad Moderna

El miércoles 3 de julio, ha dado comienzo el curso de verano, en la sede de UNED Guadalajara, llamado ‘El ciclo de la vida de las mujeres de la nobleza en la Edad Moderna (siglos XV-XVII). Tiempos y estados vitales desde el nacimiento hasta la muerte’. El ciclo de conferencias, centrado en la posición jurídica de las mujeres nobles de la Edad Moderna con relación a sus circunstancias en función de su condición de solteras, casadas o viudas y las situaciones de control ejercidas sobre ellas derivadas de estos contextos, está dirigido por Esther Alegre Carvajal –Catedrática de Universidad de Historia del Arte. UNED– y coordinado por Valeria Manfré –Profesora Ayudante Doctor. Departamento de Historia del Arte. Universidad Complutense de Madrid–. Alegre Carvajal ha señalado que la finalidad principal de este curso es “reelaborar la historia sabiendo que dentro de ella están las mujeres”. 


La jornada, en sesión vespertina, ha sido iniciada con la ponencia ‘Esposas adúlteras y pecadoras, que no respetan el sacramento. Castilla, Edad Moderna’, impartida por Margarita Torremocha Hernández –Catedrática de Historia Moderna. Universidad de Valladolid–. La profesora ha destacado que las fuentes procesales nos transmiten “las pautas de la transgresión”. El adulterio masculino ha sido abordado en diferentes textos, incluidos los de corte literario, pero la infidelidad femenina no ha sido abordada con la misma profusión. Desde los tribunales “se articula un discurso” que también “conforma un modelo normativo de mujer”. La época Moderna en sentido jurídico es definida como una etapa de jueces en la que el “arbitrio judicial” tuvo mucho peso.


Torremocha Hernández ha puesto en valor la importancia de las partidas a la hora de analizar la tipología de delitos ante la ausencia de un código penal en la Edad Moderna. “La casada prostituta; la casada prostituida por su marido; o la mujer que busca otro hombre que no es su marido” son algunas de las categorías que podemos encontrar. En cuanto al adulterio hallamos un sesgo de género ya que en los hombres se considera “falta” y en las mujeres “pecado y delito”. La penalización de este delito, –en las etapas más iniciales de la evolución jurídica–, contemplada por la ley podía derivar en una “venganza privada” en la que el esposo tenía potestad para dar pena de muerte a su mujer e incluso a la persona con la que estuviera manteniendo relaciones.  

La denuncia “llegaría sólo del padre o del marido”, aunque están documentadas otras relaciones de parentesco que intervinieron en estos procesos. A su vez, “el marido podía tomarse la justicia por su cuenta siempre que lo hiciese con la adúltera y el amante, de igual manera y tiempo”. En el caso la Chancillería vallisoletana, –una de las principales fuentes historiográficas de la ponente–, “también se actuaba de oficio”.

Si los mismos hechos relativos al adulterio no llegaban por las fuentes del padre o del marido se trataban como “delitos que en los tribunales se ven como amancebamiento, trato ilícito, trato torpe, etc.” La pasividad ante este delito podía ser determinante para “considerar a la adúltera víctima de la tercería del marido”. Cuando el marido que se consideraba “alcahuete” veía una posible acusación en ciernes se podía adelantar y acusar a la esposa de adulterio. La alegación de que el marido seguía viviendo con ella suponía un “perdón implícito”.

En cuanto a las consecuencias relacionadas con este delito encontramos el “apercibimiento, las penas corporales, tales como latigazos o destierro, o sanciones económicas”. A finales de la Edad Moderna la pena de muerte deja de ser aplicada progresivamente.

Entre en las conclusiones sobre la evolución del adulterio en Castilla durante la Edad Moderna, encontramos que se produce “la mitigación del castigo; el marido pierde capacidad de obrar; el tribunal prefiere el ocultamiento y trabajar para el mantenimiento del sacramento; las denuncias por adulterio son una parte mínima de los adulterios existentes; y se produce un ocultamiento de los delitos contra la familia y la honra familiar".


La segunda conferencia de la jornada ha versado sobre los ‘Estados de Vida de las Mujeres, según los tratados de la Edad Moderna. El Tratado de Juan de la Cerda y ha estado a cargo de Natalia González Heras –Profesora Ayudante Doctor. Historia Moderna. Universidad Complutense de Madrid–. 

Existe una larga tradición de tratados morales con la vocación de establecer unos “modelos de mujer dentro de la familia burguesa en torno al concepto de ‘ángel del hogar’ como mujer doméstica”, relataba González Heras. La ponencia se ha centrado en el conjunto de libros que forman ‘Vida política de todos los estados de mujeres: el cual se dan muy provechosos y cristianos documentos y avisos, para criarse y conservarse debidamente las mujeres en sus estados’, (Juan de la Cerda, 1599).

Juan de la Cerda fue un religioso original de la villa castellana de Tendilla (Guadalajara), que profesó en la orden de San Francisco y fue Vicario del monasterio de monjas de San Juan de la Penitencia (Toledo). Era el encargado de dirigir la vida espiritual de las religiosas de la congregación. Se trata de un “varón, religioso, alejado del conocimiento de la experiencia de vivir siendo mujer”. Inserto en una tradición literaria rastreada ya para la Edad Media con autores como Alano de Lilla, Jacques de Vitry o Gilberto da Tournai. La división de estos tratados por estados era similar a la que realizaban los autores medievales de sermones, destinados a los distintos tipos de audiencia: doncellas, casadas y viudas: ad status.

La tratadística para moldear las conductas femeninas también “tiene grandes exponentes en la etapa medieval y se consolidó en el siglo XVI”. Encontramos referentes de esta época en autores como Francesc Eiximenis, Martín de Córdoba, Juan Luis Vives o Fray Luis de León.

Estos tratados podrían insertarse “en el debate literario de la Querella de las mujeres”. A su construcción "contribuyeron autoras y autores con textos pertenecientes a los diferentes géneros". Este tipo de tratados se posicionan “del lado que arremetía contra las mujeres”. Para ello existía “toda una genealogía de literatura misógina producto de las sociedades patriarcales”. Se recurría a ella para encontrar argumentos reiterados a lo largo de la historia: debilidad física y moral, su escasa capacidad intelectual, banalidad en sus usos y costumbres, alcanzando el pecado por ellas mismas o empujando hacia él a los varones que las rodean.

La finalidad de estos tratados perseguía “mantener a través del control de sus comportamientos el orden social”. Los conceptos simbólicos de honor y honra fueron los baluartes utilizados dentro de las sociedades de la época para reflejar “en el constructo de los valores los intereses por salvaguardar el patrimonio y/o riqueza de las familias”. Un orden “que se rompería con situaciones como un hijo concebido fuera del matrimonio y que pusiera en cuestión la asimismo ordenada transmisión del patrimonio familiar, canalizado a través de procedimientos legalmente bien establecidos de herencia”. 

Cabe plantearse la reflexión de a quién iban dirigidos estos textos. Hay que tener en cuenta “que las mujeres representaban unos porcentajes muy bajos de alfabetización”. Es por ello que en parte estaban “destinados a los varones que controlaban sus conciencias desde el púlpito y el confesionario”. Existe una gran distancia entre este tipo de literatura y las prácticas.

El atributo común en cualquiera de ellos era “ser buena cristiana”. El estado mejor considerado de todos “era el de monja”. Le correspondía la superioridad que otorgaba el celibato “con el correspondiente voto de castidad y su consagración a Dios”. El control sobre las mujeres “que permitía la clausura” se fortaleció con el concilio de Trento.

La obra de Juan de la Cerda está dedicada a la religiosa Sor Margarita de la Cruz (1567-1633). Era una monja y archiduquesa de Austria. Hija del emperador Maximiliano II y de la emperatriz María. Sobrina de Felipe II y tía de Felipe III, hijo de su hermana Ana. Profesó en el real monasterio de las Descalzas Reales de Madrid. Sus actuaciones “sobrepasaban aquellas consideradas como propias para una religiosa por Juan de la Cerda”. Sor Margarita de la Cruz fue, además, interlocutora entre el Imperio y la monarquía hispánica durante el reinado de Felipe III. Intervino en diferentes procesos de carácter político que tuvieron lugar durante el reinado, implicándose en las facciones cortesanas del momento.

En cuanto a la figura de la doncella se consideraba que “podría verse movida por los impulsos de la sensualidad y la carencia de la razón, atribuidas a su juventud”. Estos motivos daban lugar a “que se les limitara cualquier tipo de capacidad de decisión y toda ella recayera sobre sus padres”. Ellos eran los encargados de velar por la reputación y el patrimonio de la hija y, por lo tanto, “tomar las decisiones  más adecuadas en lo relativo a su matrimonio para la joven”.

En lo concerniente a las mujeres casadas, la maternidad “era concebida como función intrínseca de las mujeres”. El fin del matrimonio era “la concepción de la prole”. Sólo para ello estaban consentidas “las relaciones sexuales dentro de la pareja”. Así, el matrimonio se convertía en la institución “a través de la que se canalizaba la sexualidad”. El vínculo conyugal no se consideraba el marco adecuado para la experiencia amorosa, que llevaba “aparejada la pulsión pasional” y, por lo tanto, “las relaciones sexuales enfocadas hacia la satisfacción sensual”. En la casada recaía la “responsabilidad sobre el gobierno de la casa y de los asuntos domésticos”.

En lo relacionado con las viudas se consideraba que, a través de esta nueva condición, las mujeres “recuperaban el celibato”. En muchas ocasiones conllevaba “su inserción en un convento, que les habría de pautar los límites que hasta entonces les habían marcado las estructuras del matrimonio”.

Ya en el siglo XVIII, se observa una “proyección directa” de estos textos. Los tratados permanecen en las bibliotecas privadas (masculinas y femeninas). También aparece su extensión "en la literatura de los ilustrados y en la literatura moral". Se consolida de esta manera el modelo de mujer doméstica como el concepto de “ángel del hogar” propio de la familia burguesa del siglo XIX.

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