El día es fresco, huele a tierra mojada y aquí
estamos, en la primera jornada del último
curso de verano de 2019 de la UNED en Guadalajara. Bajo la batuta de su
directora, Esther Alegre Carvajal y
con la colaboración de la codirectora, Macarena
Moralejo Ortega, hemos avanzado por caminos inesperados hasta llegar a
engarzar lo ergonómica que es la butaca para escribir con la importancia de los
manuales para escribir cartas de los siglos XVI y XVII. Y lo hacemos de la mano
de profesionales como Fernando Rodríguez
de la Flor, Manuel Lucena Giraldo
o las propias Esther Carvajal y Macarena Moralejo, todos ellos grandes
especialistas capaces de conectar la historia, el arte, los textos y la realidad
en la que vivimos.
Esther
Alegre Carvajal – Directora del curso
Alegre presenta estos cursos como una ventana a
un mundo académico con nuevas corrientes, nuevas orientaciones, y conexión con
el mundo en general. Una ventana para conectar con la realidad social el
historiador ha de reflexionar sobre su propia condición, y es que para lograr
transmitir un mensaje ha de adaptarse a los cambios que se viven en la sociedad
“¿Cómo podemos hacer visibles las investigaciones mediante las nuevas
tecnologías? ¿Qué podemos contar mediante una sucesión de objetos como en un
museo?” se pregunta Alegre Carvajal.
FERNANDO
RODRÍGUEZ DE LA FLOR - EL ESPACIO FÍSICO E INTELECTUAL EN QUE SE MUEVE EL
HISTORIADOR. ESCRIBO HISTORIA, ¿CUÁL ES EL PROBLEMA?
Rodríguez
de la Flor es periodista y catedrático de
literatura española en la Universidad de Salamanca, pero antes de comenzar una
persona más se levanta y toma la palabra para romper el hielo, es Manuel Lucena, historiador, divulgador,
escritor, académico y docente en cursos de escritura de la editorial Penguin
Random House. Lucena Giraldo afirma
que, todo buen historiador ha de ser buen escritor, y detectando una laguna en
la formación en historia, ambos tomaron desde 2002 la iniciativa de formar historiadores
de todo el mundo con talleres de
escritura que les permitan ser mejores escritores y “poder mostrar así la
complejidad del pasado”.
En cualquier caso, Rodríguez de la Flor toma la palabra y afirma el camino hacia la
escritura tiene toda una dimensión
protocolaria, emocional, fetichista, que abordaremos paso a paso. En el
trance de ser historiadores, hemos de tomar conciencia que somos escritores.
Seamos malos, buenos, buenísimos o pésimos hemos de asumir que lo somos y que
desarrollamos nuestra labor siguiendo el ciclo sin fin de leer – reflexionar –
escribir como secuencia.
Según Rodríguez, la escritura no es una mera
transcripción del contenido, debe atender a una serie de ambientes, de
elementos que dan forma a las estructuras mentales de acontecimientos sumamente
complejos. Hay que operar, implicarnos físicamente, darlo todo en un proceso
largo y exigente. El que desembarca en el mundo de la escritura encuentra una
praxis sin fin en la que ha de orientarse tomando una serie de giros de timón
que nos mantengan a flote y en el rumbo adecuado. “¿Qué hacemos cuando escribimos? ¿Qué disposiciones tomamos?”, se
pregunta.
El conjunto de prácticas mediante las que
desembarcamos en la escritura es una escena, un teatro. Y así Rodríguez habla
del espacio físico e intelectual que hay que generar; de la preparación para la
batalla y para la representación de la misma. De acuerdo con el autor, quizá la
escritura de la historia es una de las
actividades más complejas que podamos desarrollar. Es importante crear una
serie de protocolos de acceso a la escritura, hay que ser enteramente subjetivo
y conformar el espacio de manera acorde a nuestra subjetividad.
Muchos intelectuales de los siglos XIX y XX
construyeron células de escritura, cabañas y lugares en los que desarrollar su
pensamiento en medio de la naturaleza y encerrados en una cápsula propia. Quizá
hoy la intelectualidad no esté ligada a una posición socioeconómica como lo
estaba en el pasado, pero según Rodríguez, sigue siendo igual de necesario ritualizar el acto de la escritura. Sin
ello es difícil mantenerse durante mucho tiempo productivo. Hay que espaciar
ese ámbito, dejarlo respirar, hay que reflexionar un poco antes de meterse a él
y adecuarlo a una ergonomía acertada.
De acuerdo con Rodríguez, hay que poetizar y hacer trascendente el hecho de levantarte de la
cama y ponerte a escribir, muchas veces como una obligación. Hay que ser
consciente del ennoblecimiento que significa escribir y crear un espacio único en
el que seamos nuestros propios dioses. Sin
rituales y liturgias para sacralizar el proceso no transmitiremos nada.
Pese a que el futuro nos encamine hacia cierta
ruptura con la parte física de la escritura, el erotismo de la escritura ha de
mantenerse, ha de existir una motivación expansiva, metafórica. El tiempo, los
rituales de cada uno, el fetichismo de los mismos y la luz sirven a la vez para
aislarnos del mundo exterior y para encontrarnos a nosotros mismos, y un
historiador no puede vivir y trabajar con la atención en el presente.
Pero no solo nos determinan la luz o los
objetos sobre la mesa, también lo hacen los muebles, el frío o el calor
excesivo que se ha de evitar pasar, la presencia de una superficie de trabajo
cómoda… Hay que tener una cierta comodidad, porque la incomodidad, el calor, la
turbación impide que el gran hombre desarrolle la escritura. Para desempeñar correctamente la
lectoescritura hemos de estar cómodos, pero también desconectados. Como
afirma Rodríguez de la Flor, las grandes obras se escriben desde el aislamiento,
preferentemente el silencio, y el aburguesamiento son casi totales.
Solamente hemos de tener lo indispensable, y entre lo indispensable están los libros.
Sin embargo, según Rodríguez, lo que tiene que tener un intelectual es algo
selecto, no algo abundante. “Pocos, pero
doctos libros” que decía Quevedo. Hay
que controlar los libros que tenemos, los que te hacen bien y te ennoblecen. “Cuatro
o cinco libros, una fotografía y una pluma encima de la mesa. Poco más”, afirma
Rodríguez, “el espíritu de selección marca la mente”, y el que no logra dominar
la parte material de la escritura perderá hasta el dominio sobre la escritura
misma.
Hay quien se obsesiona demasiado y a través de
la escritura llega a la neurosis. Pero sin llegar a ella, aunque acariciándola
con los dedos, el historiador ha de implicarse y somatizar, según Rodríguez,
todo aquello que escriba y lea, y así ha de asumir su parte de lo que transmite.
La escritura es una entrega desmedida que nos aleja del mundo carnal y acelera
el tiempo que vivimos.
Pese
a ello, según el autor, la praxis de la escritura no puede ser incontinente, no
puede ser tumultuosa y no se puede escribir por escribir, porque no te van a
leer. Hay que tener conciencia de
que la escritura es una proyección. Un historiador viaja en la lectura para
desembarcar en la escritura. Si no bajamos a tiempo perdemos la oportunidad.
La escritura no tiene solo ese componente
personal, hay que escribir para otros y eso se inserta en una dimensión
temporal de escrituras que se suceden y se perfilan en una dimensión física y
concreta. Si escribes te sitúas en la estela del que lo hace, no hay un lugar
especial para ti. Los libros que escribas, por muy vinculados que estén al eros
personal y a la vanidad proyectiva, serán para otro.
El
estudio de las liturgias incómodas
Manuel
Lucena Giraldo se encarama entre el
público con sus patillas goyescas para hacer que el caos fluya y la
participación convierta el curso en taller. Lo hace al principio y lo hace al
final, es como un uroboros que se muerde a sí mismo y que abre y cierra la
jornada como la campana de una fábrica o de un colegio.
El orden se pierde, participan aquellos que necesitan
ska para escribir, aquellos que necesitan estar cómodos, aquellos que necesitan
silencio, los que necesitan la radio o la televisión en otra habitación, e
incluso aquellos que necesitan una silla incómoda para escribir. Y así, tras el
descanso llega la segunda parte de la tarde.
MACARENA
MORALEJO ORTEGA - ESCRIBIR SOBRE HISTORIA DEL ARTE A PARTIR DE LA VOCACIÓN MULTIDISCIPLINAR
DE LAS “FUENTES”
Macarena
Moralejo Ortega es doctora en Historia
del Arte, especialista en estética del arte, literatura artística y académica
en la universidad de Granada. Desde un principio lo deja claro, “tenemos miedo
a las fuentes”. Y para probarlo cita a una de las grandes autoridades en el
estudio de fuentes de la Historia del Arte, Julius Von Schlosser, (1924) autor
de la literatura artística, un manual de fuentes para hacer historia del arte.
Moralejo se hace una pregunta que muchos
comparten, “¿Qué leer para intentar
reconstruir la Historia del Arte?” La respuesta puede ser Von Schlosser ha
matizado generaciones de estudio de Historia del Arte, sin embargo, pese a su
talento, una de las críticas que más recibió es su subjetividad nacionalista y
el rechazo de todo lo francés.
Por ello, Moralejo nos propone un recorrido de
la mano de los lugares donde la historiografía tradicional ha olvidado buscar fuentes desde las que partir en
busca de material para desarrollar un trabajo teórico. Muchas de estas fuentes
son complejas, oscuras pero el sacrificio y la especialización en fuentes que no
están al alcance de cualquiera dan sus frutos y permiten cimentar con firmeza
un constructo de erudición académicamente poderoso.
El primero de esos olvidados es, según
Moralejo, el propio artista. Hay que
pensar que el trata de comunicarnos cosas a través de imágenes que crea. Las
crea para trascender y ofrecernos otro nivel de consideración. Tiene su grado
de narcisismo, pero, en ocasiones el ensimismamiento cede y deja lugar a la formación
de escuelas y academias donde la colaboración es la norma.
Ya desde
el Renacimiento, estas academias fueron puntos de encuentro multidisciplinares
que surgieron creando espacios narrativos, de debate, de discusión, de
educación etc. Federico Zuccaro y Giovanni
Paolo Lomazzo fueron dos grandes hombres vinculados a estas academias,
pintores cuyo mayor riesgo fue la escritura. La escritura les llevó a ambos a
redactar tratados, algo que define una parte, reducida pero importante de la
Historia del Arte. La gran novedad fue la especulación, los libros teóricos de
tratado se complementan con las ideas.
Asimismo, encontramos otras fuentes como cuadernos
de artistas que viajan y anotaciones al margen en otros libros. La importancia
de esto radica, según Moralejo en que cuando escribimos un cuaderno o anotamos
nuestros libros nos confrontamos con
nuestros miedos y nuestros gustos, con nuestras filias y nuestras fobias. Y
junto a estos cuadernos y libros anotados destacan también las obras de los
coleccionistas.
Todos percibimos al coleccionista como un
acumulador, pero esto no es siempre así. El coleccionista también escribe, hace inventarios, viaja, da su opinión
e incluso plasma sus debates igual que lo hizo el marqués Vicenzo Giustiniani. No
se ha de despreciar tampoco la obra religiosa, la teología. Los sermones y
homilías pueden ser fundamentales para comprender el arte. Tenemos que hacer un
esfuerzo para tratar de conocer elementos que por su complejidad no son menos
merecedoras de que las abordemos.
Sin embargo, la estrella entre estas fuentes
olvidadas son el epistolario privado y
público. Según Moralejo Hay una pulsión de todo historiador, que es la de
leer las cartas del pasado. Las cartas son un universo inagotable, un universo
abierto al estudio que, por ejemplo, en el caso de Tiziano nos permiten
comprender al artista. Finalmente, no hemos de olvidar que un libro de cartas
puede ser fundamental puesto que contiene descripciones iconográficas,
descripciones de elementos perecederos como jardines, etc.
Además de las cartas pueden ser determinantes
los inventarios de aquellos coleccionistas con gabinetes, monedas, esculturas.
Pero, concluye Moralejo, “hemos de
trascender, hemos de ir más allá y tirar del hilo”. Ya que, según la
autora, una enorme cantidad de obras textuales que pasan desapercibidas son
susceptibles de convertirse en valiosísimas fuentes para la historia del arte.
Inventarios, formularios de cartas, catálogos, diccionarios, etc. Todo ello,
sin olvidar según Moralejo la literatura, la poesía, elementos que permiten el
estudio de la arquitectura y la pintura a través de las descripciones que
quedan de la misma.
Alegre
Carvajal cierra el curso para concluir
que en demasiadas ocasiones olvidamos de que los artistas eran intelectuales,
que hablaban de su arte, de su opinión, de su visión e interpretación del mismo
y del ajeno. La historia, la historiografía y en general el ámbito académico ha
olvidado el hecho de que eran intelectuales y se expresaban a través de la
palabra, con lo cual su palabra ha de ser estudiada si queremos avanzar en el
estudio de la historia del arte.
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